Hoy empiezo oficialmente mis vacaciones. Dado que estoy en un pueblo perdido de la mano de dios donde apenas se intuye la existencia de internet, he decidido hacer entradas cortas. Pero hasta mañana, día 1 de Agosto, no empezaré con ellas. De momento os traigo un pequeño relato que escribí para un curso impartido por Alicia de Read Infinity. De todos los que escribí, fue mi favorito y quizá sea el germen de una historia mucho más larga.
Aquí lo tenéis:
—¿Qué haces con el uniforme? Te dije que no te lo pusieras. A la gente no le gusta recordar que estamos en guerra.
En realidad quiso decir que el gobierno no quería que recordáramos que estamos en guerra, pero me callé y corrí al vestuario. Tan rápido como pude me quité el uniforme, que todavía olía a pólvora, a muerte, y me puse mi ropa de civil.
Llevábamos muchos años en guerra. Tantos que la gente empezaba a normalizarlo; el primer paso para olvidarlo. En vista de esta situación, el presidente quiso aprovecharlo para eliminar de la vida cotidiana cualquier pista de la existencia de la guerra. Así podría tomar cualquier actuación militar sin preocuparse del examen ético y moral de sus ciudadanos.
Una de las primeras actuaciones que tomó fue prohibir que cualquier militar vistiera como tal fuera de combate. Era más tolerable aparecer en una de las lanzaderas que iban al islote de batalla en pijama, que en la calle con el uniforme militar. Después las noticias dejaron de hablar de hechos relacionados con el conflicto y los anuncios obviaban una victoria inexistente.
Ya con mis tejanos y mi camisa blanca impoluta salí corriendo del cuartel general y corrí en dirección a mi casa. Los miles de coches que sobrevolaban las calle eran como un conjunto de abejas que se movía de un lado para otro, absortas en sus tareas. Eran las once de la mañana y apenas había gente en las calles. Todos estaban trabajando o en casa, ignorando que acabábamos de perder el islote. En poco tiempo EE.UU sería el próximo campo de batalla.
Abrí la puerta del jardín con un placaje y entré con tanta velocidad en casa que la puerta se quedó completamente abierta.
—¿Cariño? ¿Estás ahí?
Era cuestión de tiempo que la Unión Europea agrupara a todos los prisioneros hechos durante el último asedio, y bajaran del islote. Era un trozo de tierra a 500 metros de altura entre el continente americano y el europeo. Se pactó así para evitar daños civiles pero ahora que ellos se han hecho con el control de ese espacio sólo les queda atacarnos con todas sus fuerzas. La guerra por fin habría acabado pero no podía cogernos aquí.
Así que para hacer tiempo subí a la habitación y empecé a llenar dos bolsas con las cosas esenciales de Emily, mi mujer, y mías. Sólo cuando iba a salir de casa vi la nota que colgaba en el interior del marco de la puerta de entrada. «Sabemos lo que has hecho. Sabemos que les has ayudado. Si quieres recuperar a tu mujer, tendrás que venir a buscarla y pagar por tus errores».
La letra, la presión en la escritura, me confirmaban quién la había escrito. Era la única persona a la que había confiado mis planes. La única a la que había explicado mis ideas y mis intenciones. Tenía poco tiempo para encontrarlo. Pero no sería difícil. Al fin y al cabo era mi hermano.
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