Como ya os comenté ayer, voy a pasar unos días en un pueblo muy pequeño. Unos cuantos años pasando el verano aquí me han ayudado a ver ciertas cosas en el funcionamiento de un pueblo que me han llamado la atención y que quiero compartir con vosotros. Aunque esto siempre va a ser desde mi punto de vista y según mis experiencias.
Vamos allá con la llegada.
Después de kilómetros y kilómetros por fin llegas. Doce horas de camino sentado en un coche. Mil cien kilómetros para separarte del estrés, la rutina y la contaminación y adentrarte en un universo rural, natural y (depende de cómo seas) saludable. Ahora todo empieza; oficialmente estás de vacaciones y apenas se vislumbra la vuelta al trabajo en el horizonte.
Tienes ganas de saludar y besar a todo el mundo, de pasearte por todos y cada uno de los bares que decoran el pueblo (que aproximadamente son uno por habitante). O si eres más de casa, tienes ganas de comer todo el embutido que aguante tu cuerpo y leerte todo lo que caiga en tus manos; desde los clásicos de la literatura, hasta el catálogo del súper.
Quieres aplastar las obligaciones y hacerte un puré con ellas. Pero al final, el primer día, después de horas de viaje, lo único que aplastas es la almohada con tu mejilla. Y mañana ya será otro día.
PD: Aunque este año lo más duro no ha sido el cansancio, ni mucho menos. Lo más duro ha sido comprobar que mi pueblo está tan perdido, que los Pokémons no lo han pisado todavía.
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